17 de septiembre de 2013

Bojayá, Boyacá, Bogotá: ¡qué más da!



Por Koestler




Definitivamente los colombianos estamos en manos de bandidos. Los más poderosos, ¡con uniformes! En Bojayá, guerrilleros y paramilitares, sin respeto por la vida de los civiles se enfrentaron hasta que se produjo el resultado de todos conocido: una masacre de personas indefensas que corrieron a esconderse en una iglesia.
En muchos lugares de la patria, paramilitares con el apoyo directo o cómplice de militares y policías, de políticos y gobernadores o alcaldes, cometieron infinidad de crímenes, muchos de ellos masacres.
En Boyacá, para no ir muy lejos en el tiempo, durante el paro agrario, los “representantes del orden” cometieron infinidad de tropelías contra los civiles: hombres, mujeres y niños. Igual se presentaron crímenes de estos en Norte de Santander, Cauca, Nariño, etc. Sólo basta mirar la infinidad de testimonios gráficos que subieron al Facebook los ciudadanos.
En muchos de ellos se veía como los “representantes del orden” (policías y militares) también se disfrazaban, mezclaban entre los manifestantes e iniciaban las actividades de destrucción de la propiedad privada y pública con el único fin de desviar la atención y desprestigiar las luchas populares.
¡Y de agudizarlas, para poner en entredicho al gobierno nacional! Una clara maniobra de los mandos militares y policiales con el fin de desestabilizar al gobierno de Juan Manuel Santos.
Pero lo de Bogotá ya es un claro ejemplo del desprecio que las fuerzas armadas sienten por la población civil. ¡Seis personas asesinadas! ¡Sí! ¡Asesinadas! Vilmente asesinadas.
Usaron gases prohibidos por la convención internacional contra armas químicas. Y no es un caso aislado.
Lo hacen a diario contra comunidades de estudiantes, indígenas, mujeres, trabajadores urbanos y rurales: contra toda protesta social.
Es diciente el silencio del ministro de la guerra, Juan Carlos Pinzón, que ahora y siempre, frente a los atropellos y crímenes que cometen sus tropas. Frente a la masacre de Bogotá. Frente a muchas otras. Si en combate con las guerrillas mueren militares, se desgañita gritando que son criminales, ocultando que el gobierno no quiso alto al fuego, sino que exigió que las negociaciones se realizaran bajo condiciones de guerra. Y guerra es guerra. Se mata y se muere. No hay diferencia alguna entre un bombardeo a un campamento, cuando los guerrilleros duermen, y el uso por parte de la guerrilla de bombas y otros artefactos para atacar al ejército, salvo que son más eficientes y destructoras las armas del ejército. Pero a mansalva actúan ambos. Usando el factor sorpresa. De lo cual ninguno tiene derecho a quejarse.
Volvamos a lo de Bogotá, a lo del amanecedero o club nocturno que fue atacado por la policía. Independiente de  las irregularidades existentes en dicho establecimiento, de que fuera ilegal su funcionamiento, o, aún casos más graves, de ninguna manera es tolerable la forma como actuó la Policía. Que, de paso, no es sino un ejemplo más de la arbitrariedad y sevicia con la que actúa contra los civiles. Ahora buscarán lavarse las manos echándole la culpa a unos cuantos policías, y de pronto un oficial de bajo escalafón. Pero el problema es más grave.
Este acto es la expresión de las órdenes que les dan sus superiores nacionales a la organización armada. Aquí los verdaderos culpables son los mandos militares y policiales. Y se les debe aplicar el mismo racero que usan con los jefes nacionales de la guerrilla: ¡los hacen culpables de las acciones de los hombres bajo sus órdenes! Y las instancias judiciales aplican este criterio. En cualquier país decente, o medio decente ya habrían tenido que renunciar. Sin excusas. Son culpables por una simple razón: han querido hacer de las fuerzas de seguridad del país un grupo de criminales agresores contra la población que deberían defender.

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